La Casa Bertolt Brecht promueve una visión amplia de la cultura.
Al igual que el hombre de quien toma el nombre, la Casa Bertolt Brecht da cabida al idioma alemán en sus diferentes registros, pero también a las artes y al compromiso socio-político.
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100 años del nacimiento de Ernesto Kroch

Al cumplirse 100 años del nacimiento de nuestro fundador Ernesto Kroch la Casa Bertolt Brecht lo recuerda compartiendo las palabras que Johaness Winter leyó en su funeral.*

 
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Querida Eva, queridos todos ustedes que se han reunido para despedirse de Ernesto:

 

Cuando se acercó el momento en que Ernesto moriría, tú, Eva, me pediste que hablara en el funeral. Me propuse entonces que me iba a detener, para buscar sus huellas y para encontrar todo aquello que nos ha dejado en el transcurso de su larga vida. Lo que nos quiso decir. Lo que será su legado para nosotros. Lo que nos quedará. Y sin que pasara mucho tiempo quedó claro: Ernesto nos ofrece un gran tesoro, palabras y hechos. Sobre todo en su autobiografía con el título: “Patria en el exilio. Exilio en la patria”. En ella escribe también sobre la muerte, sobre su propia muerte: “Esto vale hasta para el espectáculo más lindo: en algún momento tendrá que caer el telón. También para mí. Pero por ello no se va a detener el teatro del mundo. Esto me da tranquilidad, pero al mismo tiempo siento algo así como una envidia llena de melancolía: las cosas continuarán, aun cuando ya no esté”.

Pero antes de que continúen sin él, quisiera emprender la búsqueda de aquello en su vida, por lo que nosotros, reunidos aquí, podríamos sentir envidia. En su autobiografía Ernesto escribe:

En la vida son pocos los momentos, en los que uno se encuentra ante una encrucijada, en los que uno debe fijar el rumbo de su vida por decisión propia. Por lo general a uno lo llevan, y uno se deja llevar.” Y, dirigiéndose a sí mismo, pero también a nosotros, se cerciora: “Casi siempre eres el juguete de las circunstancias externas. Y sin embargo sigues firme en tu convicción: todo lo que hagas tendrá como base tu propia libre decisión. Pero, ¿esa decisión será realmente libre?”

Tengo la impresión de que todo lo que nos dice sea el fruto de su experiencia de vida, y no excluye las dudas. Ernesto, el hombre ilustrado de izquierda, el intelectual trabajador, como se dice en Francia, para quien la lucha contra la injusticia social se había constituido en el móvil central; Ernesto tenía conciencia de las contradicciones entre la libertad y la coacción, la autonomía y la represión, la resistencia y el terror. Esto marcó su vida, una vida que discurría a lo largo del siglo XX asesino.

Nació en 1917 en Breslavia, donde la familia celebraba, como él recuerda, la Navidad al igual que Hanukkah. Se afilió a los Jóvenes excursionistas judíos, recorrió su tierra natal, la región de la Montaña de los Gigantes en Silesia, y, a falta de los medios necesarios para el liceo y la universidad, comenzó su formación como mecánico. Todos los días iba al trabajo en bicicleta, y muchos años más tarde contó alguna vez, lo que pasaba en el camino. Hablando en la radio en Frankfurt, en la emisora Hessischer Rundfunk, recordó que se detenía todas las mañanas en un claro del bosque en las afueras de Breslavia, sacaba su flauta de la mochila, se sentaba en el pasto – y tocaba el menúe del Don Giovanni de Mozart.

A comienzos de los años 30 se hizo comunista. Y nunca dejó der serlo. Llegó el año 1933: los nazis en el poder. Por supuesto se unió a la resistencia. Trabajaba en la clandestinidad y quedó expuesto a la persecución, por ser activista político más que por su condición de judío, por su oposición al nazismo más que como víctima del antisemitismo. Estuvo expuesto a la violencia, la arbitrariedad, la discrecionalidad. Como preso de la Gestapo experimentó la impotencia absoluta frente al terror del régimen; le pegaron, lo denigraron, en una palabra: fue torturado. Ernesto sufrió la prisión preventiva y la cárcel juvenil, y finalmente pasó a manos de las SS, en el llamado ‘ala judía’ del campo de concentración de Lichtenburg, cerca de Torgau. Nos dejó el registro de lo que le hicieron durante la detención, lo describió con precisión.

Pasaron más de dos años hasta que lo dejaran en libertad bajo la condición de que abandonara Alemania, esa Alemania que ya no era su país. Huyó a Yugoslavia, donde vivió por un tiempo en un kibutz, preparándose para Palestina. En su autobiografía relata que se convirtió en pastor de cerdos. Debía cuidar exactamente 105 animales; años más tarde aún recordaba este número. Sin embargo, Palestina no fue su destino. A fines de 1938 se acercó a la salvación: en Marsella abordó un barco con destino a América Latina. Llegó a Uruguay y se quedó viviendo a orillas del Río de la Plata, en Montevideo. Ernesto encontró trabajo como mecánico, primero en los talleres del ferrocarril del Estado.

Tenía 21 años, cuando fue expulsado de su tierra y se salvó yendo al exilio. Pero tenía que pasar mucho tiempo hasta que supiera con certeza que sus padres habían sido llevados al campo de exterminio de Auschwitz, donde fueron asesinados. Todos los intentos por emigrar habían sido en vano. Sus hermanos habían podido salvarse en Palestina.

Con los años el extranjero, Montevideo, se convirtió en el nuevo hogar de Ernesto. Comenzó a encontrar su lugar. Al igual que todos los refugiados europeos se quejaba del calor veraniego. Se casó, fue padre dos veces. Nacieron Elly y Peter. Y continuó su gran compromiso, el trabajo político y también el sindical a nivel de la empresa. Se afilió al Partido Comunista. Fracasó su intento de radicarse en la RDA después de la guerra, de volver para participar en la construcción de una sociedad socialista en suelo alemán. Al parecer, allí no querían un comunista crítico. Tenía que quedarse. Y construir una existencia en Uruguay.

En 1964 logró, junto a otros emigrantes y uruguayos, fundar la Casa Bertolt Brecht. Nació la casa de la Sociedad de la Amistad Uruguay – RDA, como una especie de proyecto alternativo al Instituto Goethe de la República Federal. La Casa se convirtió en su criatura, su proyecto mimado. Ernesto fue el cerebro y el alma de la Casa Brecht, en la que su hija, Elly, trabajaba como profesora de alemán. En 1973 los militares dieron el golpe en Uruguay. Una vez más, el terror del Estado, la persecución, el peligro de muerte. Arrestaron a su hijo Peter. En algún momento Ernesto decidió refugiarse. A la edad de 65. No quería caer otra vez en las manos de sádicos y asesinos. Fue así que su primera patria, Alemania, se convirtió en su segundo exilio. Junto a Eva. Fue aquí, Eva, en Frankfurt, donde ustedes se habían conocido un tiempo atrás. Y desde entonces han vivido juntos, compartiendo una suerte similar: siendo todavía una niña llegaste con tus padres desde Mühlhausen en Turingia a Uruguay, como refugiada de los nazis. Vivías y trabajabas en Frankfurt, y junto a Amnistía Internacional luchaste por el hijo de Ernesto, Peter, quien se encontraba en prisión.

En algún momento los dictadores uruguayos se retiraron. Después de doce años en el poder, al igual que los nazis. Ustedes volvieron al Río de la Plata. Eva, el exilio había sido tu patria y la de Ernesto y lo seguía siendo. Hace algunos años un sueño político se hizo realidad para ustedes y para muchos compañeros: la mayoría de los votantes uruguayos dieron su voto al Frente Amplio. Un gobierno de la izquierda, gracias también al apoyo activo de ustedes. Ernesto sabía, cuán trabajosa sería la realidad. Porque fue todo menos utopista. En su autobiografía escribió:

Una cosa queda clara, más allá del resultado que es cuestión del futuro: después de la catástrofe de la dictadura y de cuatro gobiernos neoliberales este gran proyecto significa una oportunidad de supervivencia para la mayoría de los uruguayos. En cuanto al riesgo de fracasar: ¿qué puede haber en la vida que no implique un riesgo?“

En la calle Pedro Cosio, cerca de Avenida Italia, tenían su casa. Fue una casa abierta, los amigos estaban siempre bienvenidos. Allí los visité hace dos años. En el jardín crecían pomelos y limones, y bajo la glicina roncaba Graf, el viejo perro de la casa. Tú cocinaste, Eva, mientras Ernesto estuvo leyendo la “República” o “Brecha“. Durante la sobremesa discutimos sobre un texto de Noam Chomsky. Después él lavó los platos, mientras trabajaste en la computadora. Luego visitamos tu Jardín de Infantes. Participé en conversaciones sobre política y asistimos a un concierto del famoso cantante Daniel Viglietti. Acompañé a Ernesto a una reunión del Comité de Base que se había reunido cerca de su casa para discutir el caso de un delegado corrupto. Pero también había días, en los que escribía artículos en la mesa de la cocina, trabajando como periodista de base. O en los que escribía novelas y cuentos.

Ernesto conoció las costumbres del exilio que se había convertido en su tierra, por ejemplo el mate –en sus palabras: “el disfrute de vivir el momento”–, que es la pasión de los uruguayos. Aunque escribió también que él nunca se había acostumbrado al mate. Sin embargo, entendió que se trataba de algo que él valoraba, sin que estuviera en condiciones –mejor dicho, dispuesto– de practicarlo él mismo, aquello que el llamaba “el silencioso goce del tiempo vital”.

Hace ya varios años ustedes adquirieron la costumbre de cambiar el invierno uruguayo por el verano alemán; algunos meses en Frankfurt en lugar de Montevideo; calor en lugar del frío. Hasta el verano pasado esos fueron períodos de viajes intensos: lecturas públicas se alternaron con debates, presentaciones de películas con congresos, colegios con locales sindicales y de Attac, surcando la República entera.

A Ernesto lo movía la pasión de ilustrar, de contribuir a un mundo mejor y más justo por la vía de la razón y los argumentos. Todavía lo vemos: casi siempre a pie, su pesado bolso colgado del hombro, la boina puesta. O dando una conferencia, en la que explicaba el mundo en oraciones, que se podrían imprimir al instante. También hacían visitas; tú, Eva, fuiste a ver a tu hija en Holanda y Ernesto visitó a su hermana en Israel. Casi no quedaba tiempo para descansar. Ernesto se definía, en sus palabras, como un “caminante entre dos mundos que va y viene hasta que su vida llegue a su fin”.

Pero lo más increíble fue que hace tiempo había superado los 90. Se mantuvo en actividad, sin descanso. También el verano pasado, al igual que en tantas oportunidades anteriores, vinieron a Frankfurt; el invierno había llegado a Montevideo. Y como de costumbre emprendió su viaje a Israel. Fue entonces que su cuerpo se hizo sentir. Ernesto se enfermó gravemente. Ni bien había regresado a fines de julio tenía que ser hospitalizado. Pero de alguna forma –después de varios meses en el hospital y un breve pasaje por una clínica de rehabilitación– logró mudarse contigo, Eva, a la Casa Budge. Cuando se acercaba el final ustedes dos se encontraron bajo un mismo techo. Cerca el uno del otro. Ernesto celebró incluso sus 95 años y lo visitaron sus hijos Elly y Peter.

Llegaron los días, en los que dormía casi todo el tiempo. Lo visité una vez. Se despertó. No solicitó un informe político, como de costumbre. Intentó, por el contrario, describirme, qué le pasaba y cómo se sentía. Entonces le oí decir que había estado en la tierra de Orfeo y Eurídice. Agregó que de ahí no había nada para contar. – En ese momento me acordé que esa tierra, a la que había visitado en su sueño, era el reino de Hades y de las sombras. Pero también es el reino de un gran amor. Entonces pensé que tú, Eva, eras su Eurídice.

Una última palabra: Ernesto pertenecía a una generación que ya no existe. No sólo fue un amigo, ¡fue un compañero! Inteligente, confiable, dispuesto a ayudar, generoso, humilde. Seguro de su causa y de sus convicciones. No llevaba el corazón en la lengua.

Su recuerdo se mantendrá vivo. Nos ha dejado un legado. Lo describió de una forma especial, como lo demuestran algunas frases extraordinarias, muy íntimas de su autobiografía. En ellas se sirve de una imagen que refleja con mucha fidelidad su forma de vida y de trabajo al servicio de la razón. Una imagen que habla desde su alma, pero también desde su corazón:

Creo –escribe– que no he vivido totalmente en vano. Supongo que siempre habrá algo que perdurará de uno. En mi caso, quizás un andamio de acero que seguramente se oxidará con el tiempo, pero que antes habrá prestado sus servicios para alguna producción útil. O algunas palabras que encontraron un eco en el uno o el otro, o que continúen impactando a través de los demás. Quizás también algo de mi forma de ser y el ejemplo que di a los niños. – Es difícil de saber lo que realmente perdurará. Pero –continúa en su autobiografía– es reconfortante pensar que algo quedará.”

¡Ciao Ernesto! ¡Te echamos de menos! Wir vermissen dich!

 

 * Traducción: Dieter Schonebohm. 

 

 

 

 

 

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